Por @nanoquendo
Escribir un libro es también cavar una trinchera. Acurrucarse en uno mismo: esa colección de obsesiones amasadas con paciencia en el tiempo del corazón.
La narradora de este libro logra que sus obsesiones sean, por un momento, las obsesiones del lector. En Así me tiemble la voz, Catalina aborda la figura materna, la sensación de extranjería en este planeta, la pérdida sin aspavientos, la repulsión y el deseo, la infancia.
En un tono que oscila entre lo íntimo, lo inquietante, lo confesional, uno va encontrándose y tanteando un territorio emocional minado, consciente de que cualquier detalle es posible que provenga de una grieta abierta y que tal vez la autora que uno confunde con la narradora está dejando ver lo que no nombra del todo: la fragilidad, las manías, las ideas machacando, una imposibilidad de decir “yo” sin que algo se desacomode.
Este temblor atraviesa los relatos como un pulso secreto. Las imágenes, a veces tiernas y otras casi insoportables, como una cucaracha gigante, convocan un modo de mirar que no sé si nace de la honestidad o del estremecimiento: lo que la narradora descubre del mundo lo descubre siempre en carne viva, es una observadora silenciosa camuflada, que quiere vivir con una lógica propia. Y es desde ahí que construye una intimidad que respira en cada página.
Leer un libro es también encontrar una trinchera. Donde alguien, uno, por ejemplo, puede acurrucarse y compartir el dolor de sentir que no se puede sentir lo suficiente.


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