Elsapomagacín

La campana de cristal o revelaciones de invierno

Por @letrasminimas@pedro.j.vallejo

Leer La campana de cristal es entender que, antes de ser novelista, Silvia Plath era poeta. Se nota en los giros bellísimos e inesperados con los que cierra las escenas y también en una capacidad afilada para encontrar analogías que una percepción ingenua no podría encontrar jamás.

Sin embargo, el hecho de que Plath haya sido poeta en esencia, no implica que no tuviera claras —y las utilizara con una maestría tremenda— las reglas para narrar una historia.

En su novela se nota el oficio desde las primeras páginas, en las que nos muestra a una protagonista, Esther Greenwood, que tiene todo lo que una mujer de su edad podría desear —en especial para la época en la que fue escrita—, pero que luego, y en la medida en que no logra abrazar esos valores y aspiraciones, siente cómo una campana de cristal la va encerrando en su bóveda hasta llevarla al helado campo inmenso de la depresión y la locura. De pronto esta es la imagen más recurrente dentro de la novela, la más simbólica, pero de ningún modo es la que mejor muestra el talento de Plath para construir poesía.

Por ahora volvamos sobre el argumento:

Esther Greenwood, una talentosa escritora joven que ve cómo se desmorona la promesa de una carrera exitosa y que siente ajenos los ideales de amor que en su época se vendían como los únicos valiosos: tener un esposo, ser madre, nunca sobresalir por encima de los hombres, estar siempre a su costado y ojalá a sus pies —aunque, todo hay que decirlo, en esta época no estamos tan alejados o ¿cuántas mujeres viven aún a la sombra de su esposo solo por temor a opacarlos? — Pero, como les estaba contando, Esther Greenwood no es una mujer —o ¿era?, uno ni sabe en qué tiempo viven los personajes de la literatura— para estar a la sombra de nadie y mucho menos si se trataba del insoportable Buddy Willard, el arquetipo de hombre del que todos los hombres tenemos más de lo que nos gustaría aceptarlo, y que en cada aparición nos dejaba claro que era un tipo con la miopía egocéntrica del que cree que las decisiones importantes que toman las mujeres que pasaron por su vida siempre tienen alguna relación con él. Fue el desprecio de esos valores que representaba Willard —el médico, la hipocresía, las apariencias— y de una vida que se prometía sin fuego, lo que condujo a Esther a una depresión que la invadía como si fuera un imperio, lo que la condujo al interior de la campana de cristal que siempre iba a pender sobre ella, sin importar que se hubiera recuperado con terapias eléctricas y psiquiatras que la escrutaron como si fueran lupas.

Y si ahora hablo de lo que escribió Esther Greenwood y no Sylvia Plath es porque esta novela logra plantar una duda sobre en qué punto está hablando Esther o en qué punto estamos mirando a Plath.

Y, ¿saben algo?, al final no importa tener claro dónde empieza una y termina la otra, sino entender que La campana de cristal son unos lentes tristes y sin esperanza que tanto Plath como Esther comparten, pero quizás fue gracias a esos lentes que esta novela tiene imágenes tan impactantes como la que hay en el siguiente fragmento.

«En esas conversaciones que recreaba en mi cabeza solía repetir el principio de conversaciones que había tenido de verdad con Buddy, pero que terminaban cuando yo le daba una respuesta tajante en lugar de quedarme como un pasmarote diciendo “Supongo que sí”.

Ahora, echada bocarriba en la cama, imaginé a Buddy diciendo: “¿Sabes lo que es un poema, Esther?”.

“No, ¿qué?”, le diría.

“Un rastro de polvo”

Entonces, justo cuando sonriera y empezara a ponerse orgulloso, yo le diría: “Igual que los cadáveres que diseccionas, igual que las personas a las que crees que estás curando. Son polvo, polvo al polvo. Supongo que un buen poema perdura mucho más que cien de esas personas juntas”.

Y por supuesto Buddy no sabría qué contestar, porque era la verdad. La gente está hecha de polvo, nada más, y yo no entendía que curar a todo ese polvo tuviera que ser ni una pizca mejor que escribir poemas que la gente recordaría y se repetiría cuando se sintiera triste o enferma y no pudiera dormir».

Alguna vez una escritora de Medellín, Ana María Cadavid, me dijo que la poético era importante en una novela o un cuento porque permitía que la lectura no pasara solo por los ojos sino que también atravesara el cuerpo. Tiene razón: la diferencia entre leer un titular de prensa —incluso de la noticia más aterradora que podamos imaginarnos— y leer un buen poema sobre lo más cotidiano —digamos una casa que demolieron para construir oficinas— está en que mientras la noticia solo nos da información sobre un suceso, lo poético nos entrega imágenes que se quedan tatuadas en alguna parte de la memoria, que también es el cuerpo.

Eso logra Silvia Plath o Esther Greenwood y La campana de cristal de la que nunca pudieron salir del todo.


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