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Turandot: el escudo impenetrable contra la lanza imparable

Por Especie invitada: Juarjo Gómez Hijo de Gloria

En abril del 2026 este trabajo de Giacomo Puccini cumplirá cien años de haber sido estrenado en el teatro La Scala de Milán y, del mismo modo, en noviembre del 2024 se conmemoraron los cien años de la muerte en Bruselas del compositor italiano. En septiembre del 2025 se presentó Turandot en el Metropolitano, por primera vez en Medellín, bajo la dirección del colombiano Luis Carlos Rico Puerta, por consiguiente, y de algún modo, llegó a la ciudad siendo dos veces inoportuna. En consecuencia, intentaré conmemorar —tarde— los cien años de la muerte del maestro, o celebrar —anticipadamente— los cien años de estreno de su ópera póstuma, como bien lo tome quien lee, con esta pequeña reflexión.

La conocida paradoja planteada hace siglos —¿qué pasaría si una lanza imparable chocara contra un escudo impenetrable?— encuentra respuesta en un escenario que no es ni el de la lógica ni el de la semántica o el de la física, aunque, como veremos, dicha solución viene a cambio de una tragedia. Pero primero una sucinta sinopsis: esta obra se desarrolla en tres actos, se trata de un príncipe caído en desgracia, Calaf, quien llega a una macabra Pekín atildada de cabezas humanas empaladas en estacas, allí se encuentra con su padre, auxiliado por una antigua esclava, y la historia de una cruel princesa, Turandot, quien se niega a desposar a pretendiente alguno, por consiguiente, ella los somete a tres acertijos, si fallan, los decapita. Calaf la maldice al punto, pero cuando la ve en escena se enamora y decide arriesgarse a pedir su mano.

La lanza imparable —sin doble sentido— se encarna en la persona del príncipe Calaf, pero ¿por qué?, la respuesta se va develando con el desarrollo de la obra. En el primer acto vemos el fortalecimiento de una voluntad inquebrantable a través de su interacción con los personajes que intentan disuadirlo del reciente enamoramiento de la cruel princesa, a continuación, en el segundo acto, descubrimos la agudeza de su inteligencia cuando resuelve los tres acertijos y seguidamente le plantea a ella el suyo propio. Recurriendo a un análisis freudiano elemental, su arquetipo de lanza imparable se afianza en el tercer acto al sacar adelante su ímpetu penetrativo robándole un beso a la casta princesa después de una colérica interpelación.

El escudo impenetrable es, en contraposición a lo anterior, representado por la castidad de Turandot. Los mencionados tres acertijos —cuyas respuestas son: esperanza, sangre y Turandot—, usando un lenguaje heráldico, son los blasones que en este escudo simbolizan el camino hacia la mano de la princesa pura. Su verdadera defensa es la misandría con la que repele a sus pretendientes al colmo de decapitarlos, tan eficazmente opera, que de este modo ella disuade cualquier intento de penetrar su defensa.

Esta barrera se especializa en repeler las amenazas a la pureza de la princesa, ello se puede ver en cuanto Calaf la obliga a cambiar del rol defensivo al ofensivo, rol que evidentemente le incomoda ejecutar, veamos el porqué. Este arquetipo de la cruel heredera es un arma imperfecta, pues es poco efectiva a la hora de rastrear y atacar a un objetivo. En el momento que Calaf le dice a Turandot que averigüe su nombre antes del amanecer —este es el acertijo del príncipe, conocido a lo largo de la obra como el forastero—, de lo contrario ambos se casarían. Ella lo deja ir, en consecuencia —inconsecuencia— lanza su ataque sobre sus súbditos. Con el cambio de roles los dos arquetipos flaquean dando por resultado una muerte tan trágica como irónica: la de Liu.

¿Liu?, Liu es la antigua esclava que cuida del padre de Calaf. Su muerte es irónica porque la razón de esta es el amor que ella siente por Calaf, sin embargo, la naturaleza de su amor es la misma que la del de Calaf por Turandot: ambos se enamoran de un miembro de la realeza a primera vista sin ser correspondidos por el objeto de su adoración, luego difieren en la expresión de sus sentimientos. Los protagonistas de esta ópera representan los arquetipos que representan porque son poseedores de un egoísmo profundo, en cambio Liu, ama con generosidad, dando, en su condición de esclava, lo único que posee: su vida. Entonces, del choque entre estos dos egos terribles deviene que los daños colaterales recaen sobre el alma más noble en las cercanías, la de Liu. En escena, la muerte de Liu recuerda a la de Nedda (Ruggiero Leoncavallo, I Pagliacci, 1892), por arma blanca al son del infame grito: il nome! La muerte de Liu marca el punto dramático más alto de esta ópera, de modo que aquí aprovecho para hablarte directamente, persona que lee, si ves o lees esta obra, no pierdas de vista a Liu, es la soprano harapienta que acompaña al más anciano, cuando la veas morir, dedícale una furtiva lágrima, por un lado, porque los compases de esa aria fueron los últimos que escribió en vida don Giacomo Puccini, al respecto diría en la noche del estreno el director de orquesta Arturo Toscanini al público: «Qui il Maestro finì», por otro lado, y de esto Puccini no se dio cuenta —rara vez un autor entiende su propio trabajo—, ella era la piccola donna innamorata de este drama, en Liu volvía la voz de Cho-Cho San, Flora Tosca y Mimí —Madama Butterfly, Tosca y La Bohème respectivamente—, las heroínas de su afamada trilogía verista, pero ella aquí pierde protagonismo frente a la realeza de la China Imperial.

Así las cosas, la muerte de Liu ensombrece el corazón de Calaf, conque enseguida nuestros héroes vuelven a sus roles respectivos. Se presenta de nuevo el combate paradójico, ninguno puede imponerse sobre el otro, salvo que, tal como sucede, uno ceda por propia iniciativa, y quien lo hace es Turandot, conmovida aún por la muerte de Liu y las recriminaciones del príncipe caído. Entonces Calaf, pudiendo tomar la victoria, también cede. El empate deviene de la relajación de la voluntad bélica entre ambas fuerzas, de modo que al final ambos se unen en un lazo que, a juzgar por la música —iteración del Nessun dorma (la famosa de Pavarotti y aria característica de Calaf)—, le otorga la victoria al príncipe y, volviendo a recurrir al freudismo, de alguna manera lo es, siendo que la tradición indica que el lazo matrimonial se sella en el acto penetrativo —fuera de escena—, propio de una lanza.

Conclusión: si bien eventualmente ambas fuerzas invencibles depondrán sus ímpetus por razón de un estímulo externo extremo, también eventualmente volverán a ponerse en guardia, dada su naturaleza, y en ese momento, la ventaja será de la lanza.


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