Elsapomagacín

Tres cuentos espirituales, Pablo Katchadjian

@sebastian_gaviria.q

A veces, antes de sentarme a escribir –incluso un texto como este–, me pregunto por el sentido de las formas. ¿Cómo más se puede romper una estructura literaria anquilosada y gastada por el tiempo? ¿Cómo cambiar el espectro de percepción a partir del lenguaje? ¿Cómo evitar –o al menos aprovechar– un lugar común? ¿Lo que quiero contar entraña alguna dificultad técnica? ¿Implica algún tipo de riesgo ¿O es un camino terregoso y transitado que no da lugar al abismo? 

Casi nunca me contesto. La verdad, porque no tengo las respuestas. Lo que sí es que me arrojo con las preguntas a la escritura y la escritura se vuelve una excavación, una exploración que busca sorprenderse a sí misma. Que empieza en un punto y se asoma en otro. Una escritura que es un topo desorientado. Un topo que cava un túnel por aquí y sale por allá, en otro lugar, en otro tiempo. Una escritura descolocada, que se mueve en una tensión que me agrada.

Como lector busco un poco lo mismo y supongo que se me da mejor. Espero libros singulares, desautomatizados –en el sentido de los formalistas rusos–. Textos que no se entreguen desde el principio, que no sean un eslogan corporativo, que ojalá tracen mapas imprecisos e incompletos y nos dejen la tarea de unir puntos de manera arbitraria para construir el universo que se nos venga en gana. Una literatura que nos convoque a un diálogo tenso y denso del hecho estético. 

Son pocos los libros que proponen este desafío. Hay libros bien escritos que no cambian nada. Son solo libros bien escritos, que se leen y se disfrutan. Hay mérito, claro, no se puede menospreciar el placer, el hedonismo, pues son formas de entretenimiento y alegría. Sin embargo, no amplían el campo perceptivo, no nos ofrecen un espectro novedoso para adentrase en otra sensibilidad, en otras formas de modelar el mundo. 

Antes estaban las vanguardias. Los dadaístas, los surrealistas, los constructivistas, los futuristas, los creacionistas, los situacionistas y algunos más que se instalaban en el rompimiento. En el quiebre de la tradición, o de lo que se entendía por ella. Desarticulaban las formas –incluso a veces la sepultaban– y se arrojaban a la experimentación, al tanteo y al devaneo, a esa insistente terquedad de ir contra la corriente de una oxidada y manida expresión artística.  

Hoy las vanguardias son un anacronismo. Y como anacronismo le quedan algunas posibilidades, o al menos aquella que Ricardo Piglia definió alguna vez como “la vanguardia permanente”, que significa algo así como moverse hacia atrás para, por fin, moverse hacia adelante. Es decir, tantear en el pasado, en lo creado y rompedor –no en una tradición secuencial y canonizada– para traerlo al presente y dialogar con las formas que hoy nos interpelan. 

Me parece que un ejemplo de este estado mental nos lo da el escritor Pablo Katchadjian, que en 2009 publicó El Aleph engordado, un texto que usaba como base a El Aleph, de Borges, y al cual le agregó 5600 palabras y lo expandió en un experimento literario, propio de las vanguardias artísticas. El texto generó cierto revuelo en Argentina porque, dos años más tarde, María Kodama, viuda de Borges, acusó al escritor de plagio ante la Justicia. 

Katchadjian jugaba –juega–. Al estilo del mismo Borges, de César Aira o de los Dadaístas. Un juego como promesa y finalidad de lo literario, que se divierte con la delgada línea. Un juego para tomarse en serio y al mismo tiempo en broma. Uno que salta de una forma de expresión a otra, donde el jugador conoce las reglas y luego se inventa otras para que sea más complejo, más divertido, más desafiante. Es decir, una lúdica que reta lo normativo, lo icónico. 

Hace poco me leí Tres cuentos espirituales de Katchajdian y también encontré lo que mencionaba más arriba. El riesgo. El juego. La tensión entre imposibles. La búsqueda. En los tres cuentos, además, los protagonistas buscan. Van tras algo y a veces no saben qué. Desde que comienza, las acciones se amontonan hasta rozar con lo absurdo, con lo indecible, con la nada. Tal vez por eso el título del libro: en la búsqueda (¿espiritual?) los protagonistas se acercan a lo inaprensible.

En el primer relato un grupo de personas de un pueblo culpa a un poeta de lo malo que les pasa. Van tras él. Mientras lo buscan, con obsesión y perplejidad y sin mucho éxito, este narrador colectivo se transforma: hace teatro, canta, recita, viaja. Es un viaje impreciso y sin retorno, pues el retorno se aleja con la intensidad de la búsqueda. El grupo se convierte en espejo imaginario del ser que tanto persiguen. Se vuelven poetas. Se difuminan. Son fantasmas en busca de otro fantasma. 

En el segundo cuento el protagonista, un viejo gigante que está a punto de morir, descubre que no tiene un traje decente para el día de su funeral. Él y su esclavo –algo así como el Lucky de Esperando a Godot– salen a buscarlo en medio de una guerra. Entre tiroteos van de tienda en tienda y se enteran de que está del otro lado, del lado enemigo. El gigante arroja con fuerza al esclavo para que lo consiga. Desde ese momento la escritura– el topo– se mete por un túnel y aparece en otro lugar.  

En el último cuento, como en los dos anteriores, las acciones esconden lo que no se dice. Hay un supuesto santo en un pozo y no sabemos por qué. Habla con los ratones, tiene poderes y crea instrumentos musicales, pero no se aclaran las razones. A veces se suprime el contexto. El año y el lugar donde suceden las cosas. Las intuimos. Se habla en argentino. Se usa el vos. Se mencionan algunos artefactos, teléfonos, armas. Después, oscuridad. Una oscuridad ciertamente premeditada. 

Al parecer, los personajes de este libro solo tienen su búsqueda, una a la que aferrarse.  Tal vez eso también sea la creación. Un tanteo singular en la oscuridad. Un despropósito –o al menos una inutilidad–. Un comienzo sin coordenadas. Sobreponer acciones, casi hasta anularlas. Tensar el desvarío. Desactivar la racionalidad. Narrar contradicciones hasta expandir el espectro, como el santo del cuento que, entre más metido en el pozo, más poderoso es. 


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