Uno escribe un texto con dos o tres líneas que le dan orgullo, y el resto… y queda como desposeído.
Consumidos los recursos, el tono, esa manera de puntuar que ya es “más de lo mismo”, queda el vacío.
Uno termina de escribir un texto y es un tarro de galletas sin galletas.
Termina algo y se queda suspendido, sin entender qué sigue cuando se quiere seguir sosteniendo la etiqueta de persona que escribe.
Entonces uno lee, o conversa con un amigo, o revisa el horóscopo, o elige una canción, o ve una película de Jim Carrey, o abre TikTok, o pone un pódcast de autoayuda, o empieza a estudiar finlandés, o se hace una paja de esas que son como un trámite administrativo, o lee, o conversa con una amiga, o va al teatro… y escucha.
Entiende algo.
Y en la casa, a la una de la mañana —digamos— uno vuelve a creer que puede intentarlo.
Hace algún tiempo me pasó.
Me fui al teatro a llenar el tarro y me encontré con Mientras el cielo se esconde. Una obra escrita y dirigida por un amigo.
(Las obras de teatro, los libros, el baile, los shows musicales de los amigos. El miedo de lo que se va a decir al final: y si no me gusta, ¿qué le digo?, ¿qué mueca hago para que no se me note? El riesgo de asistir a la obra de los amigos. Vivo con la neurosis de que los míos me mientan piadosamente cuando me leen. Es algo con lo que hay que vivir, supongo).
Mientras el cielo se esconde es una obra de radioteatro, que no es poco, unido a una forma de teatro más convencional. Aquí, el radioteatro no es un formato alternativo que se quiere solo explorar: es una postura. Es, sobre todo, un dispositivo estético y ético, me parece. Funciona para representar lo innombrable (la violencia, el abuso, la muerte, la desaparición) sin que eso llegue a convertirse en espectáculo visual. No hay show.
Son cuatro jóvenes que salen de una vereda con la ilusión de iniciar algo nuevo. Dejan a sus madres, se suben a un camión, de noche, a escondidas, sin saber para dónde van. Tantean el destino y apenas se reconocen.
Lo que viene después es una historia que identificamos. Tal vez no con estos nombres. Tal vez no con esta música y ese acento. Pero ya la hemos escuchado.
(Dejándome llevar por la emoción —y exagerando—, uno puede verificar en esta obra que la tragedia nacional no es lineal: se repite, se recicla, como en esas obras griegas que ya no leemos. En Colombia, lo monstruoso se ha vuelto cotidiano, rutinario. Pasamos el video porque ya conocemos la historia. Ay).
Recuerdo que, en una escena, el conductor del camión les asigna un nuevo nombre a las jóvenes. Antes: Rosario, Soledad, Milagros, Piedad. Después: números: 6, 4, 0, 2. Es la deshumanización del exterminio. No solo es arrancar la identidad: es convertirla en dato, en estadística. Vidas que ahora caben en una tabla de Excel.
La función de esta obra es, de alguna manera, no dejar que esos nombres se olviden. Constantemente nos va recordando e interpelando a los lectores/ oyentes/ espectadores, sobre lo que está pasando, sobre lo que pasó en Colombia. Uno, como espectador, ya no tiene posibilidad de retirarse sin consecuencias.
Además, como es radioteatro, la imagen es desplazada por el sonido. Un sonido que, además, es visible: los recursos con que se juega están a la vista, no ocultos. Y lo sonoro —la olleta, el tarareo, la canción, la risa, las botas, la voz que se quiebra— nos obliga a imaginar, a completarlo con lo que ya hemos escuchado antes. El espectador se convierte en un coautor involuntario: no ve solo la escena, la reconstruye mentalmente. Lo que no se muestra, me parece que golpea más.
A mí con el teatro me pasa que si la obra es larga, o si el texto es extenso, o si hay mucha penumbra, o si la silla es un poco más cómoda de lo debido, me empiezo a dormir. No siempre, pero sí a veces. Me he dormido obras enteras, muy profundas, todas ellas, según me dijeron después. Con el radioteatro me pasa algo parecido: cierro los ojos, dejo que el sonido me guíe, y si no tengo cuidado, me escapo. No voy a decir que aquí no me dormí, sería exagerar, pero sí resalto que noté un interés real del grupo por poner la mirada también en cómo van a contar la historia.
En mi defensa, digo que he ido a ver tres veces la obra. Me dormí en momentos distintos, es decir, la he visto toda.
Viene un desahogo.
(He ido a obras en Medellín, en donde pareciera que se decidió que la experiencia del espectador era un asunto secundario. Hay algo en muchas obras —no todas, claro, pero sí demasiadas— que se aferra a una forma de representar como si el siglo XXI no hubiera llegado. Textos interminables, monólogos que parecen conferencias, escenas donde lo denso se confunde con lo ilegible, recursos que no entienden sino ellos. Tedio.
Y si el espectador se duerme —que a algunos les pasa—, es su culpa: por ignorante, por impaciente, por desinteresado, por no haber leído a Esquilo, por no entender lo elevado de lo que tiene delante: el verdadero teatro. Como si no conectarse fuera un defecto moral.
Amores, como a sus obras van tantos amigos, ninguno parece que les dice. No todo lo incomprensible es profundo, no todo lo hondo debe ser incomprensible.
Quizá ha llegado el momento de decir—obvio, atrevidamente, tampoco sé cómo se hace— que hacer teatro también tendría que ser contar bien una historia. Que el “cómo” importa. Que el teatro no está por encima del storytelling —tan del marketing, gas.
Que tener algo urgente que decir no nos exime de pensar en la manera de decirlo. Que el público de hoy no es menos inteligente, pero sí está entrenado de otra forma: en fragmentos, en asociaciones, en cambios, en otros niveles de lectura.
No quiero decir que el propósito del teatro sea únicamente “entretener”, pero quizá sí convenga evitar el encierro narcisista de hablar solo para uno mismo. Uno mismo puede ser un grupo entero. Y entretener tampoco es pecado. Ay, vayan a ver a Shakira, y aprendan y copien).
Sigo.
Mientras el cielo se esconde creo que toma ese riesgo, y lo logra: elige una estructura fragmentada. Al usar fotos como punto de partida para contarnos la historia, cada escena se convierte en una “instantánea” de una verdad que se quiere fijar ante la imposibilidad de ser completamente dicha o representada.
Las fotos permiten que cada escena tenga una respiración propia, una tensión específica. Cada momento se sostiene por una imagen. Menos mal algunas están veladas o borrosas. El ritmo está bien calibrado: lo suficiente para que uno se relaje y no esté pensando en que, si se desconecta un segundo, se pierde.
Pienso que esta obra no tiene un conflicto central vistoso, sino que juega con una tensión fundamental: a unas personajes se les prometió algo (trabajo, mejor futuro, otra vida), y eso no se cumple, sino que entra en contradicción con lo que realmente pasa (violencia sexual, desaparición, desasosiego, la espera de unas madres).
En la obra no hay un antagonista. Es más bien una fuerza estructural que se encarna en figuras como el conductor o ese tío indolente, que —si uno se pone progre— también son víctimas.
Uno en esta obra es Milagros, pobre Milagros.
Es Rosario que reza, pero el rezo no la salva, como a nadie.
Uno es la voz de Soledad, que canta lo que no puede decir.
Es Piedad, que confiesa que no le gusta soñar, porque eso solo sirve para recordar lo que no se tiene.
Uno es el desconsuelo de esas madres que todavía tienen esperanzas de que sus hijas aparezcan.
Y uno también es el que ignora.
El que no pregunta.
El que cambia el canal.
El que se queda dormido.
Fotos cortesía de Radio Escénica de Colombia (REC).

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