Paul Auster vivió en la cresta de las modas literarias por muchos años. Sus lectores quizás no fueron tantos como los de las historias de Harry Potter, pero la pasión que generaba, desde distintos momentos de la vida, tenía similitudes: leer a Paul Auster también fue moda.
Esos años de reflectores pasaron, al igual que su aparición en las quinielas del Nobel. Los lanzamientos de sus libros dejaron de ser eventos de sociedad pero jamás pasaron desapercibidos en el mundo literario. La última novela que publicó en vida fue Baumgartner, en 2023. Pocos meses después falleció. Tenía 77 años.
¿Qué historia cuenta Auster en Baumgartner? Yo me atrevo a decir que es la historia de los recuerdos de Sy Baumgartner usados como camino para hablar del amor, de la escritura, de la juventud, del dolor, de la muerte, del fin del mundo conocido y del exilio en un tiempo desconocido y quizás hostil, todo desde las muchas formas que toma la memoria de este personaje.
Nada nuevo en la obra de Auster. Ya abordó estos temas de otras formas en las novelas de sus años de autor de vanguardia, de esos que había que leer, y punto. Sin embargo esta novela no ocupa un lugar menor. Baumgartner es un relato artístico sobre el antes, el durante y el después de la muerte; la ajena y la propia, la del cuerpo, la del amor, la de los recuerdos.
Tanto se ha dicho de la muerte que lo único que le falta es morir. Igual que con el amor, ¿alguien puede decir algo más? Auster se atreve en su última novela, la que escribió cuando ya estaba enfermo del cáncer del que murió; y dice algunas cosas no solo sobre la vida y la muerte, sino sobre lo que hay en el medio.
La expulsión del mundo propio
Después de leer Baumgartner, y comprometido como estaba con escribir para Elsapo, me puse de curioso a buscar en mis lecturas viejas lo que esta novela evocó en mí y llegué hasta un librito de unas ochenta páginas: Mortalidad, de Christopher Hitchens. Este fue el último libro del famoso periodista, escritor y contrariador, que murió de cáncer en 2011. Tiene un inicio que me impactó mucho en esa época, aún antes de que lo narrado ahí dejara de ser para mí brillantez intelectual y pasara a ser la vida vivida. En las primeras líneas Hitchens cuenta lo que pasó la mañana en que despertó en un hotel sintiendo que se moría, como si estuviera encadenado a su propio cadáver; así lo narra, y cuenta lo que sucedió después de que por fin pudo llamar al servicio de emergencias: “Llegaron con gran rapidez y se comportaron con inmensa cortesía y profesionalidad. Tuve tiempo de preguntarme para qué necesitaban tantas botas y cascos y tanto pesado equipamiento de apoyo, pero ahora que visualizo la escena retrospectivamente la veo como una deportación muy amable y firme, que me llevó desde el país de los sanos a la frontera inhóspita del territorio de la enfermedad”.
Baumgartner, el viejo escritor y profesor de filosofía, no enfrenta su propia muerte sino que sufre la de Anna, su esposa, pero la novela es también, en la lectura que se me ocurre, la historia de una deportación emocional y ontológica. La muerte de Anna, ocurrida nueve años antes del momento en que inicia el relato, lo desconecta del mundo que había construido con ella y en el que habitaban juntos. Esa forma de presentar el duelo no solo como un proceso emocional para asimilar la pérdida de Anna, sino como una crisis de sentido, me pegó tan fuerte como en su momento la metáfora de deportación de Hitchens. Baumgartner no sabe bien quién es ni qué lugar ocupa ya un mundo que se manifiesta en formas y valores que no son los suyos sin Anna. Ha sido desterrado de su propio mundo, no de la vida física, sino de la red de significados que lo sostenían.
La reconstrucción o su imposibilidad
No creo que sea hilar muy fino, pues los paralelos entre Mortalidad y Baumgartner me parecen plausibles. Hitchens por ejemplo ofrece un testimonio duro de su enfermedad y de su muerte próxima. Su voz combativa de siempre no se apaga por eso sino que la escritura se convierte en un acto de resistencia. Su identidad se mantiene aún en ese último librito suyo, en el que a pesar del dolor y la falla de su cuerpo sigue teniendo una voz lúcida que no abandona sus ideas más fuertes, como su enfrentamiento con las religiones y sus creyentes. Nunca se rindió. Su voz sonó hasta el final.
Baumgartner, por otro lado, no lucha, no trata de reconstruirse tras la pérdida. Prefiere recordar. Pero en Paul Auster la memoria no es un relato unificador, así que Baumgartner recuerda a Anna en sus textos, los de ella también escritora, que ahora relee, y reconstruye sus recuerdos con ellos. Aunque también tiene sus propios recuerdos y las cartas que se escribían de jóvenes cuando él estudiaba en París y ella seguía viviendo en Nueva York. Su memoria no es resistencia. No es duelo que se vive, sino que se habita. Es Auster en pleno, y a pesar de que suena a los temas y los personajes que llenaron su obra de más de cuatro décadas, esta novela no es una reiteración sino, así la leo yo, unas últimas y refinadas líneas de las reflexiones y los hallazgos de una vida de investigación y creatividad literaria sobre temas universales. Auster ya estaba enfermo del cáncer del que falleció pocos meses después de la publicación de esta novela. Él tuvo que saber que trabajaba en su último libro mientras lo escribía.
No me alejo aún de Hitchens, para quien el lenguaje fue el arma que mejor usó para denunciar los clichés sobre la enfermedad, el dolor y la hipocresía frente a una sentencia de muerte como la suya. El cáncer que sintió por primera vez esa mañana estaba en su cuerpo desde hacía tiempo, metastásico y definitivo. Baumgartner, profesor retirado de fenomenología, sabe que las palabras no alcanzan a sanar la ausencia de Anna, para capturar su esencia en sus relatos no publicados, en sus poemas o en el recuerdo de su voz. Auster nos pone frente a los límites del arte para representar el dolor. Denuncia a la contemporaneidad eficiente que exige recuperarse, levantarse y volver a la línea de producción.
Hitchens, a la manera de los periodistas, lo sugirió en Mortalidad dando a entender que el dolor es un lugar en el que sufres y adonde nadie puede acompañarte. Baumgartner, a la manera literaria de Auster, no lo dice, solo nos muestra el exilio interior en el que nadie puede acompañarlo, ni siquiera Judith, la mujer, amiga de su esposa fallecida, con la que ahora, años después, vuelve a la vida de pareja, pero de una forma que no es la que él busca: permanente, comprometida, íntima. Esta es agendada, limitada, restringida. Las calles nevadas de Princeton que varias veces menciona en sus recuerdos, la ciudad en la que vivieron él y Anna, sugieren la desaparición de las huellas de su vida juntos. Es el mismo lugar, luce como el de sus recuerdos, pero ahora es frío y extraño.
La vejez como destierro existencial
La idea de ser extranjero en la propia vida es muy fuerte. La vejez vista como ese paso a un mundo nuevo en el que los valores que constituían al viejo ya no existen, tampoco amigos y familiares que murieron primero, en el que todo ha cambiado y al que Baumgartner le reclama sin musitar una palabra directa al respecto, pues su léxico es de ese mundo perdido, aterradora. Es el destierro ontológico. También ese nombre es terrible.
La muerte de Anna es para Baumgartner además la pérdida de los referentes que le daban sentido a su vida y que nutren el relato con la forma en que él ahora recuerda y narra las vidas de cada uno y de los dos como pareja. La casa en que vive solo está llena de objetos que son como testigos mudos de esa cotidianidad perdida, como la olla con la que se quema la mano al principio de la novela. Las cosas de su casa, y de su vida con Anna, son fósiles de una vida que ya no existe. Su tiempo se mueve a una velocidad diferente al de los demás, pues mientras todo continúa su cambio constante (la tecnología, las costumbres, incluso el lenguaje), él se queda anclado en un pasado que cada vez más existe solo en su memoria, si acaso. La forma en la que Judith rechaza su propuesta de matrimonio antes de que él se anime a hacérsela deja claro que Baumgartner es ya un inmigrante en su propia época.
Esa erosión de su identidad es patente en sus recuerdos: Baumgartner ahora define su vida en relación con Anna y su pérdida. Esos recuerdos, como dije arriba, no son un relato unificado ni coherente. La memoria de Baumgartner refleja también los cambios de su yo en el tiempo, unos relatos se cruzan con otros pero en últimas nos dejan ver cómo los recuerdos no son la realidad sino la forma como sentimos el mundo en cada momento de la vida. No tienen por qué ser un relato ordenado ni temporal ni emocionalmente. Quizás es por eso por lo que él no llora a Anna. Más bien extraña a las versiones de sí mismo que fue, junto a las versiones que recuerda de ella. Su duelo es de dolor, sí, pero es igualmente orfandad de sí mismo.
Finalmente, Paul Auster nos deja en su último libro una ventana más a su pensamiento con la paradoja del superviviente que enfrenta este escritor y profesor universitario casado con una escritora, traductora y poeta: ¿Cómo habitar un presente que te excluye? En sus entrevistas e intervenciones públicas de los últimos años, las de Auster y también las de su esposa Siri Husvedt, hizo muchas veces referencia a la dificultad de vivir en su país en los tiempos políticos que corren. Hizo parte del colectivo Escritores contra Trump, al que llamó psicópata líder de un régimen racista, destructivo, incompetente, corrupto y fascista. No lo ocultó, lo dijo directamente: para él, y para gente como él, era cada vez más difícil vivir en estos tiempos en el que los valores con los que crecieron y que defendieron como artistas están amenazados de destierro a los libros de historia.
Baumgartner también escribe un último libro que le publica la editorial donde trabajó Anna casi toda su vida, pero ese libro es diferente a su obra académica: Es fragmentario, extraño. Tal vez lo último que nos dijo Paul Auster es que el lenguaje mismo es insuficiente para sanar las fracturas del alma, pero también es el mejor recurso que le queda a un escritor.

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