El sombrero de una es el sombrero de todas.
La carne de una es la carne de todas.
La memoria de una es la memoria de todas.
Todavía no sé si entiendo este libro. Tampoco sé muy bien qué significa que una entienda un texto, porque leer no puede hacerse solo con el intelecto. La lectura tiene que atravesar el cuerpo de alguna manera y así, tal vez, se vuelvan pensamientos que después sean palabras que después sean escritos. O no. No estoy segura. Tal vez lo que quiero decir también es que todavía no logro capturar en palabras lo que me pasó a mí leyéndolo. Todavía tengo amontonados los pensamientos, resultado de sensaciones que tuve y de la cadena que se desata cuando una lee algo que la lleva a pensar en muchos otros algos que casi nunca tienen nada qué ver entre sí.
Empecé Canto yo y la montaña baila desprevenida, como prefiero llegar a las historias. Sin saber mucho de qué trata ni tampoco de las impresiones que les ha causado a los cercanos, para no decepcionarme después cuando algo no me parezca tan genial o tan malo como a otros. Empecé a leer a ciegas, solo con la información de haber escuchado el título varias veces.
De pronto estaba en la zona montañosa de España cuando limita con Francia, en un pueblo de los Pirineos que me resulta difícil de ver. Empiezo a leer y me imagino entendiendo catalán, entendiendo las referencias culturales que tendría una persona catalana de un pueblo remoto de los Pirineos. Se me parece a los pueblos remotos de aquí. Se me parece porque imagino una casita en medio de una vereda, lejos de todo, donde no importa lo que importa en las ciudades y viceversa. Lo que me gusta es que esta historia sucede lejos de lo que comúnmente pensaría que es España y encuentro siempre fascinación en lo que nos saca de los imaginarios.
Sé también que no puedo escapar de mencionar un aspecto central en la narración de este libro: que no solo los humanos tienen voz, sino que está creada a partir de un coro complejo de voces que se extienden por cada capítulo en primera persona, pero donde acudimos a la mirada de la lluvia, las setas, las piedras, los fantasmas, los vivos y una montaña que no habla mucho pero que presencia el transcurrir del tiempo desde su magnificencia. También es cierto que está escrito con una cadencia como de poemas que se entrelazan, y que recrea imágenes con las palabras para que sea posible imaginar lo que ocurre en todo el campo cuando un hombre es matado por un rayo.
Pero entre ese coro de voces, las de los espíritus de las mujeres del agua se me quedaron adentro retumbando. Un coro de voces de mujeres que nos cuentan que otrora las encerraban en establos, las buscaban a escondidas para acudir a sus ungüentos mágicos, pero en público las repudiaban; un coro de mujeres que entre ellas cuidaban sus poderes y, a través del lenguaje, hacían que otras los tuvieran también. Un coro de voces de mujeres a las que otrora quemaron vivas. Y, sin embargo, la risa: «No habría dejado de reírme ni por todo el oro del mundo ni por todos los males del mundo. La risa me libró de los brazos, piernas y manos que tan fielmente me habían acompañado hasta entonces, y de la piel que había cubierto y descubierto tantas veces, y me lavó las heridas y la tristeza de las cosas que te pueden hacer los hombres», dice una de ellas.
Y después, las setas: «El sombrero de una es el sombrero de todas. Las esporas de una son las esporas de todas. La historia de una es la historia de todas. Porque el bosque es de las que no se pueden morir. Que no se quieren morir. Que no morirán porque lo saben todo. Todo cuanto hay que saber. Todo cuanto hay que transmitir (…) No hay dolor si el dolor es compartido. No hay dolor si el dolor es memoria y saber y vida».
Por supuesto que la prosa de Irene Solà es riquísima. Encuentro potencia en ser capaz de articular un coro de personajes que cuentan historias entretejidas sutil pero eficazmente, cuyos relatos dan la impresión de ser individuales mientras se crea una urdimbre que los enlaza, para hacernos ver la historia de la vida de una familia que habita una casita en esas montañas de los Pirineos, donde todavía hay restos de los metales de la guerra, que yo no logro imaginar del todo, pero que se me parecen tanto a las montañas que aquí bailan mientras presencian guerras que permanecen en metales enterrados, fantasmas atrapados y mujeres asesinadas en forma de espíritus de agua.

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