Elsapomagacín

Ni la campana se quiebra ni el sonido se apaga

@nacastrose

Tal vez lo que más me gusta de la literatura de Roberto Bolaño es la manera en que dirige los reflectores a las situaciones “pequeñas” o “triviales” sin reducirlas a detonantes de conflictos más vistosos, aparentemente mayores o más importantes. Bolaño eligió los conflictos de sus historias sin subestimarlos. Su maestría consistió en mostrarnos el crecimiento de esos conflictos, como si fuera una semilla que se transforma en planta, sin recurrir a giros absurdos en la trama que pueden terminar siendo risibles, al estilo de Relatos Salvajes[1]. Así pues, si algo he aprendido de Bolaño es que un conflicto puede ser cualquier cosa, pero no se le puede tratar como tal. Esa “cualquier cosa” debe ser el centro del universo. O, en palabras de Bolaño, debe ser el grano solitario que el viento o el azar ha dejado justo en medio de una enorme mesa vacía: la única cosa existente en medio de nada.

Uno de los cuentos que mejor ilustra lo anterior es “Días de 1978”[2]. La escena que establece el conflicto de este cuento se asemeja a una pelea de liceo, como bien lo describe el narrador. B, el personaje principal, es un sabelotodo; U, su antagonista, es el bully por excelencia. U le busca pelea a B en una fiesta de chilenos exiliados en Europa y no solo la encuentra sino que sale perdiendo y con el ego intelectual herido, por lo que recurre a la violencia física. B no le hace caso y se marcha. Esto último, que parece parte de mi descripción, es uno de los recursos que utiliza el autor para dar el tono de objetividad a los hechos, similar al testimonio de un crimen: el narrador, que parece una tercera persona pero que no lo es, es su propio comentarista, y por lo tanto el cuento parece su propia explicación.

Pero B no se marcha tranquilamente, sino que queda profundamente decepcionado, pues U, quien en la discusión desplegó todo un arsenal de datos erróneos, hace parte del partido de izquierda con el que B simpatiza. Este descubrimiento de la ignorancia de U sumado a sus atributos (es alto, rubio, fuerte, barbado, pelilargo y anda con una mujer hermosa que B no entiende cómo puede estar feliz con U) transforman la envidia incipiente, de B por U, en placer; un placer tal que todas las tragedias que le empiezan a ocurrir a U satisfacen a B, siendo el descubrimiento de la ignorancia la tragedia cero. Y las tragedias siguientes comienzan casualmente después de la pelea, cuando U también descubre su propia ignorancia a partir de las respuestas frías de B. Ese sentimiento de placer que podemos concebir al conocer las desdichas de nuestro antagonista es el material del que está hecha la capa exterior del conflicto. Vamos un poco más adentro: B empieza a darse cuenta paulatinamente de que U tiene un trastorno psicológico y por lo tanto se juzga a sí mismo injusto, matón, cruel. Además, B se cree el chileno exiliado en Barcelona más pobre y solitario, y empieza a entender que, aunque no quiera tener nada en común con los otros chilenos exiliados, él es irremediablemente uno y lo tiene todo en común con ellos. Y esta revelación es suficiente para justificar el trastorno de U en lo que todos, conjuntamente, como chilenos exiliados, como latinoamericanos, han sufrido. La única razón por la que deciden hacerse daño entre ellos es el ego intelectual, su único orgullo, la convicción de que cada uno, individualmente, era el que tenía la razón.

Aunque esto, por supuesto, en el punto en que nosotros como lectores lo entendemos, no ha sido todavía entendido por B. Él lo capta más adelante, cuando analiza minuciosamente la actitud de la mujer de U. Observándola empieza a sentir que U no es tan guapo como lo percibía, que está enfermo, que merece compasión. Esto detona un impulso autodestructivo de verlos regularmente para prolongar el sentimiento que aún es un híbrido del placer y la culpa, y, cuando creemos llegar a la resolución del cuento, vemos que faltan cuatro hojas y que estamos empezando apenas a rozar la capa interior del conflicto.

Por más que quiere, B no vuelve a encontrarse con U y su mujer, ni con ninguno de los chilenos exiliados, y cuando cree olvidado todo lo que pasó decide visitar a una pareja de chilenos que sí le simpatizan y espera encontrarlos solo a ellos, pero lo que encuentra es una multitud de latinoamericanos con U como centro; cerca de U su mujer exhibe señales de haber llorado. Después de una serie de conversaciones confusas con diferentes personas B saca en claro que U, esa misma mañana, ha intentado suicidarse. Pero como bien lo dice el autor, esta no es una vulgar historia de rencores. Ni U es el típico antagonista al que se le tiene compasión cuando le sobrevienen las desgracias, ni B es el héroe que salvará al villano cuando lo cree redimido de sus pecados. La verdad, y esta es mi lectura, es que habiendo sobrestimado a U en el pasado y habiéndolo enfrentado contra su propia ignorancia, B desencadenó los sucesos que culminarían en la muerte de U. B creyó a U un poeta, y un poeta lo puede soportar todo. Pero U solo era un hombre, y son pocas las cosas que un hombre puede soportar. Soportar de verdad. Tal es el inicio del cuento titulado “Enrique Martín”[3], donde el personaje que contraría a B también termina suicidándose, razón por la que conjeturo que se trata de una versión temprana del mismo conflicto.

El inicio de “Enrique Martín”, en todo caso, es la frase que mejor describe el centro de “Días de 1978” y de otros conflictos narrados por Bolaño.

Finalmente, B se sienta en la sala con U y con una joven chilena huérfana, y sabe, aunque no se lo figura con palabras, que la muerte de U es inevitable; la joven pregunta si han visto una buena película últimamente y U responde que hace mucho que no va al cine. La voz de U trae a B resonancias extrañas, una película en blanco y negro y muda en la que de pronto todos se ponen a gritar de forma incomprensible y ensordecedora mientras en el centro del objetivo una estría roja comienza a formarse y extenderse por el resto de la pantalla. Esta visión o esta premonición, si podemos llamarla así, pone tan nervioso a B que, sin quererlo, abre la boca y dice que él sí que ha visto recientemente una película y que la película es muy buena. Y procede, mientras las demás personas de la casa discuten si meter a U en psiquiátrico, a contarles la película Andréi Rubliov, dirigida por Andréi Tarkovski en 1966.

La descripción de la película es la evidencia de la convicción de Bolaño por no subestimar a sus lectores. Allí B se explica a sí mismo, sin saberlo, todo lo que siente; las palabras fueron cuidadosamente seleccionadas para describir el cuento desde el inicio: las envidias y la ignorancia, las fiestas y un río de noche, las dudas y el tiempo, la certeza del arte, la sangre que es irremediable. En los personajes de la película, B es el monje pintor y U el poeta beatnik. Incluso la chica huérfana, que no tiene mayor importancia en el desarrollo del final pero cuya presencia es indispensable, podría verse representada por el adolescente huérfano constructor de campanas. B, como dijimos, desencadena la muerte de U; el monje, sin pretenderlo, hace apresar al poeta por los soldados. El conflicto se completa, la cima del cuento se alcanza. Hay una diferencia: el poeta de la película es un poeta de verdad. Ha estado día a día cerca de la muerte, pero al final recobra el buen humor. Cuando B termina de contar la película U está llorando.

Lo que sigue es bajar por una ladera de pendiente suave, el descanso, la narración de lo que ya sabíamos (los lectores, B y el narrador) que iba a pasar. U se desvía de un viaje a París y se quita la vida en un bosque utilizando su cinturón. La narración final es una simple exposición de los hechos, en un tono casi policial; es en sí misma un recurso para no sesgar al lector, para no contaminar la lectura ni invitar a sacar conclusiones erróneas, para conservar lo más inmutable posible lo que ya se dijo, para no mentir al lector.

Empecé diciendo que lo que más me gustaba de la literatura de Roberto Bolaño era la importancia que daba a los conflictos “pequeños” sin que fueran la excusa para contar algo más explosivo. Creo ahora que sus esfuerzos por mantenerse honesto, por no subestimar al lector sin que eso significara ignorar su existencia, sin encerrarse en el escribir para sí mismo, son lo que hacen de su literatura algo perdurable: habiendo hablado mil veces del dolor de los escritores por no poder ser inmortales, hoy respira; como una campana que no se quiebra y un sonido que no se apaga, y está bien de salud.


[1]Damián Szifron, 2014.

[2]De Putas asesinas (2001), en Cuentos completos, editorial Alfaguara, 2018.

[3]De Llamadas telefónicas (1997), en Cuentos completos, editorial Alfaguara, 2018.


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