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Hay novelas que parecen tempestades. Historias que están escritas para recordarnos nuestra insignificancia y que nos muestran con una honestidad implacable los pedazos de memoria, tiempo y olvido de los que estamos hechos.
“El ruido y la furia” es eso. Un montón de sombras iluminadas a veces, nunca reveladas del todo; tres voces que configuran un universo; la genialidad del autor para narrar desde el punto de vista de un idiota y lograr que esa voz tenga más matices y giros y literatura que la de cualquier narrador erudito.
Son casi 300 páginas de recorrer la vida de los Compson y de ver, en esas relaciones tan únicas, algo de nuestras propias relaciones familiares: los rencores jamás superados entre hermanos, el recuerdo fijo de una muerte, las ausencias que crecen a medida que los años pasan.
Es una novela que nos enseña que el tiempo tiene su propio sonido. Suena a casas que se van desmoronando, a esfuerzos inútiles por detenerlo, a voces que se escuchan en mitad de la noche mientras atraviesan un puente que se incendia.
Pero también es una novela que nos muestra cómo el uso del lenguaje está íntimamente relacionado con la posibilidad de expandir los límites del pensamiento.
Centrémonos en el personaje de Benjy, un idiota -según lo define el propio Faulkner- que es incapaz de hablar y, a pesar de ello, que percibe el derrumbamiento de su familia y la muerte y la tenacidad del paso del tiempo con una sensibilidad poética que impacta. Tiene 33 años, solo babea y llora, pero a lo largo de las cien páginas, en que leemos su voz, somos testigos de la inmensa capacidad de observación que tiene este personaje y de toda la nostalgia que lo atraviesa.
“Nuestras sombras estaban sobre la hierba. Llegaron a los árboles antes que nosotros. Después llegamos nosotros y se fueron las sombras. Caddy olía como los árboles cuando llueve.” (Benjy Compson, p. 75)
¿Cómo sería posible que conociéramos las emociones y anhelos y miedos de un personaje con esas características si no fuera a través de un mecanismo de ficción como la novela?
Una de las funciones de la literatura es franquear los límites del lenguaje, bien sea desde lo formal -cómo se cuenta algo- o desde su contenido -sobre qué es posible hablar en una historia-. Es decir que la literatura tiene una función política (de ejercicio de poder) sobre lenguaje, en el sentido de que siempre está ampliando sus límites.
Y si partimos de la base de que la relación entre pensamiento y lenguaje es sumamente estrecha, es razonable afirmar que esa función política de la literatura juega un papel fundamental sobre nuestro propio pensamiento.
Ahora bien, esta función política nada tiene que ver con panfletos rancios que promocionen alguna ideología, sino con la capacidad de algunas obras literarias para expandir los límites de lo que percibimos. Una expansión que se logra, por ejemplo, cuando nos encontramos con un narrador que nos cuenta, por más de 100 páginas, sobre la muerte de su abuela y la huida de su hermana y el olor a lluvia de los árboles, y, en la medida en que vamos entendiendo todo lo que esa voz narra, descubrimos que es un personaje que ni siquiera tiene la capacidad de hablar, que su nombre es Benjy, el hermano “idiota” de la familia Compson, que tiene 33 años, y que está a punto de ser enviado al manicomio de Jackson.
Lo impresionante es que, una vez descubrimos una voz como la de Benjy con tanta memoria y tanta poesía, entendemos que las personas que en la vida real son parecidas a ese personaje literario están llenos de matices y de un mundo interior tan complejo como el que Faulkner nos muestra en la novela.
Es decir que esta obra literaria, sin proponérselo de una forma directa o ingenua, como sí ocurre en los textos legales o institucionales encaminados a tal fin, logra que reconozcamos la complejidad interna de quienes son como Benjy y así la literatura se vuelve un discurso mucho más reivindicativo que cualquier consigna barata.

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