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Cómo falsificar una sombra, Matías Serra Bradford

@sebastian_gaviria.q

En este libro se ejerce la escritura casi a contrapelo del olvido. Es decir, se guarece con palabras, con la lengua, de la lluvia del tiempo. Uno percibe también –claro– el énfasis y urgencia de un escritor por evitar que sus ídolos, los que se despiden sin permiso, desaparezcan del espacio público o, al menos, del espacio íntimo y privado de las obsesiones.

Serra Bradford se convierte así, sin aspavientos, en el notario –o el perito– que registra necrologías, partidas de defunción en las que narra el contexto y el significado de la vida de un creador que ya desertó. Es, por decirlo de algún modo, la colección del tipo que tipea contrarreloj y resume una vida de setenta o noventa años en diez páginas.

Los veinte obituarios de este libro –no está de más decirlo– salieron antes en revistas y periódicos, como corresponde al género. Sin embargo, la mayoría de los textos que aparecen en esta colección de Vinilo Editora, si se comparan con sus primeras versiones, no reflejan las costuras y los bordes que imponen la velocidad de la prensa y la lectura digital. Aquí se han purgado erratas, se han redondeado ideas.

A diferencia de otros libros de este estilo que solo se engolosinan con la anécdota,  en Cómo falsificar una sombra, por el contrario, se regodea con el lenguaje, con uno preciso y elegante, con uno irónico y espeso. Como si el novelista o el traductor o el crítico trabajara tras bambalinas con la materia lingüística de la muerte, como si se  tomara un óbito  y se imbricara la lengua y la mirada, se intrincara el gusto con la imagen, se acercara la resurrección a las palabras. 

Y si bien es un libro que habla de creadores muertos –transita con hondura y agudeza por la vida de Muriel Spark, Sergio Pitol, Agnès Vardá, John Berger, Robert Frank, Oliver Sacks o Diana Athill– no es el típico libro molesto que pretende ser intermediario entre la apreciación y la obra. Me refiero a que no es una colección de prólogos que se esmeran por ser una puerta de entrada fácil a unas obras con acceso controlado y dirigido. 

Es un libro que a lo mucho nos ofrece la ventana por la que el obsesivo mira a sus ídolos. Tal vez, digo yo, sea la forma más íntima de mirar y de invitar a mirar a los muertos que nos dejaron algo: una obra perdurable, una vida punzada con el fuego del arte, un gesto que se grabó en la memoria. Abrir una ventana indiscreta en la que se sigue la sentencia práctica de Mallarmé: “Todo, en el mundo, existe para acabar convirtiéndose en un libro”.


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